REFUGIO PLAYERO

El inicio oficial de la temporada de playas, naciente Junio, parece una de las escasas noticias positivas que los portuenses disfrutan en estos tiempos, caracterizados por una incertidumbre económica cuya magnitud comenzó animando a las cajas de ahorro al establecimiento de monárquicas bodas de interés para acabar desembocándolas en el ácrata frenesí de la cama redonda (al igual que los intelectuales hablan de amor libre, cuando en realidad quieren decir sexo libre, los economistas optan por el sintagma "fusión fría", una cosa así como amigo con derechos).
En esta época, definida, al parecer, por la globalización (forma elegante de sintetizar el "mal de muchos, consuelo de tontos") no es extraño que triunfe el litoral, globalización de luz y cuerpos. Allí se dirige la colectividad, harta de sustos (Grecia, Hungría, ¿quién será el próximo?), inquieta por la avidez recortadora de los ministros de economía de la eurozona, por las consuetudinarias guerras de cifras de las huelgas, permanentes laboratorios de ensayo de algo.
A la arena, a las olas, se encamina la evasión. Puede que no haya acuerdo para la reforma laboral, que suba el recibo eléctrico dejando atrás el IPC, que el mejor combinado español de fútbol de la historia nos decepcione un cuatrienio más (otro gol fantasma, otro codazo asesino, otro linier despistado metaforizando en negro un nuevo mundial de nuestra vida), puede que la ralentización del segundo puente de la bahía preludie la eternización onírica del contacto con Valdelagrana, puede ocurrir, sí, todo eso, pero nunca nos faltará el consuelo del sol ensañándose en la espalda, de las espumas difuminándose en los costillares, líricas en un poema de quince kilómetros salados, inmunes a todo cataclismo bursátil.
Si el euro se muestra, finalmente, vulnerable, un artificio financiero que llegó a hacernos creer a los españoles que alcanzábamos el rango de potencia europea, la costa seguirá mostrándonos sicológico abrigo.
Al igual que a Humphrey Bogart y a Ingrid Bergman siempre les quedará París, a los portuenses siempre nos quedará la playa.

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