sábado, 27 de septiembre de 2008

VUELTA A LA MEMORIA




La vuelta a las aulas tiene algo, indefectiblemente, de regreso a la memoria. Hay fechas, acontecimientos, vicisitudes, que siempre nos citan con nosotros mismos, que nos conducen al niño que fuimos, el que descubría la magia de los colores, el que se asombraba ante la magnitud de los ríos o la distante perfección de un círculo, el que sufría en silencio la obstinada dificultad de los números, el niño que después se tornaría en un adolescente que cruzaba las puertas del instituto envuelto en complejas nieblas de ilusiones y miedos, empezando a sufrir las tribulaciones de ese ángel, preciso o impreciso, que es el amor.
Miras a los niños emprender el camino del colegio por esas calles que en verano han recorrido experimentando una extraña suerte de liberación y eres tú el que camina con el peso de la cartera sobre los hombros, en medio de un tráfico menos denso y más respetuoso, preguntándote la naturaleza del profesor que te habrá designado la mano de un destino inefable, inquiriéndote sobre la identidad de los compañeros que vivirán contigo ese cerrado universo de nueve meses, sobre tu destreza para afrontar los nuevos retos, que se presentan como unos maquinales trabajos de Sísifo.
Los adultos que ahora somos construimos nuestras primeras imágenes en esa dicotomía que supone la metódica permanencia en las aulas o la acracia natural del estío y, pasados los años, cuando te encuentras con aquellos docentes que te enseñaron los sonidos que nacen de las letras o el secreto final que albergan las ecuaciones, compruebas que el tiempo, ese curso de apariencia infinita que siempre incorpora nuevas asignaturas y que nunca termina de aprobar el nivel de tus conocimientos, no pasa sólo por ellos, sino también por ti: descubres que, contrariamente a esa sensación de apertura de nueva etapa que se experimenta cuando uno finaliza lo que se ha dado en llamar educación reglada, en realidad seguimos siendo alumnos en ese aula gigantesca que es el mundo, donde la edad se metaforiza en una sucesión de niveles en la que los examinadores se multiplican.
Confiemos en que quienes regresan estos días a clase atesoren razones para que en el futuro les sea grato entornar la puerta de los recuerdos, encontrando tras ella el calor de una nostalgia cómplice.
Francisco Lambea
Diario de Cádiz
25 de Septiembre de 2.008













jueves, 11 de septiembre de 2008

LOA VERANIEGA

Uno de esos absurdos tópicos de nuestra sociedad (y los tópicos son otro objeto de consumo más, como los coches, las colonias o las hamburguesas) consiste en asociar el verano, la estación del año más telúrica, más rebosante de luz y vida, a lo efímero, lo frívolo o lo insustancial. Así, los programadores televisivos se relajan y acostumbran a endosarnos productos menores, que ellos consideran específicos para la canícula, como una especie de saldo catódico, como si el advenimiento de julio o de agosto hubiese reducido el nivel intelectual del espectador, la consideración que merece como ciudadano del espectro audiovisual. La literatura tampoco escapa a esta impuesta banalidad y se habla de “libros de verano” insinuando que uno no puede leer “El criticón” o “Espadas como labios” bajo la consuetudinaria edificación ilegal de la sombrilla, mientras el sol incendia la arena de Las Redes. Ni siquiera el amor es respetado cuando el estío, limitándose a cumplir su inercia milenaria, se apodera del almanaque, de modo que cada año regresa esa expresión tan estúpida como hipócrita del “amor de verano”, dando por hecho que si uno se enamora en junio su relación será más breve que si se encapricha en marzo o en noviembre y entendiendo que toda pareja que se formalice en el mayor imperio del astro rey presenta como única aspiración la de la coyunda libidinosa, adobada de la preceptiva indiferencia nada más asomar Octubre, reduciendo los sentimientos y los cuerpos a vulgares comentarios de oficina en los lunes más arduos. Hasta el periodismo se abona a esta sucesión de expresiones tontorronas merced a las “serpientes de verano”, siguiendo en ese simplista camino de entender que todo es perdonable en dicha época, toda vez que el hecho de que el sol alcance su máxima altura en el Hemisferio Norte parece conceder una suerte de unánime jubileo civil por el que cualquiera puede manifestar cualquier cosa sin mayor responsabilidad.
Me temo que el verano, ese intervalo al que, también desde la idiocia, se le acusa de breve cuando viene a durar lo mismo que cada una de las otras tres estaciones individualmente consideradas, no nos merece.
Francisco Lambea
Diario de Cádiz
11 de Septiembre de 2.008