domingo, 27 de octubre de 2013

LA MUERTE SIN NOMBRE


El próximo viernes se cumplirán diez años del momento en que las playas de El Puerto y Rota empezaban a recibir los cuerpos de 14 de las al menos 37 víctimas mortales que seis días antes se había cobrado el naufragio de una patera en la que más de cincuenta marroquíes llegaron a depositar sus esperanzas. Trece de esas personas fueron sepultadas tras unas lápidas sin nombre; el anonimato de sus tumbas se alza hoy como una crudelísima metáfora de la pobreza: tal era su desposesión, que su marcha de este mundo se produjo sin siquiera un nombre conocido para quienes intentaban ofrecer un derecho en la muerte a quienes apenas habían gozado alguno en la vida.

De entre tantos testimonios estremecedores como anteayer publicaba este periódico, uno se queda especialmente grabado en la memoria. Cuando Mohamed Aghazzaf habla de la tragedia en la que murió su hermano Slimane, relata que su madre no come pescado desde entonces porque eso le recuerda el mar, el espacio donde expiró su hijo con 18 años, el tiempo en el que en nuestro país se logra la mayoría de edad, un hito que suele avivar ilusiones y proyectos. Desde este lado de las aguas, en la desarrollada sociedad occidental, contemplamos el mar como una infinita extensión azul, un privilegio que nos ofrece su humedad salada, que nos maravilla cada día con la renovada magia de su cromatismo; desde el otro lado, en África, el angustiado espíritu de una madre lo  percibe como un horizonte del que sólo nació el final.

La especie humana acumula muchos años sobre la tierra y resulta vergonzosamente paradójico que haya puesto sus ojos en conquistar el espacio sideral en lugar de preocuparse previamente por establecer un mínimo orden en su propia casa, una dignidad que hubiese convertido ya el hambre en un lamentable episodio de la historia.


Las muertes que provocan las pateras, la coyuntura que las origina y rodea, vuelve a demostrar el conocido aserto que refleja cómo la realidad supera a la ficción. El mundo no puede hacerse más habitable mirando hacia otro lado, sino cambiándolo hasta que las pupilas no se dilaten asombradas por el horror.

Francisco Lambea
Diario de Cádiz
27 de Octubre de 2013

domingo, 13 de octubre de 2013

UN DÍA PARA LA REFLEXIÓN


Mientras observaba ayer la bandera patria alzándose al cielo de la Plaza de España, en uno de esos mediodías de octubre en los que el otoño alza el protagonismo de la luz sobre el calor, pensaba en cuánto nos toca reflexionar a los españoles (a unos, desde luego, más que a otros) sobre el triste camino emprendido por la nación en los últimos años. Y es que, aun admitiendo la globalidad de las crisis económicas, es indudable que vivimos en un país con una serie de penosas peculiaridades, un país en el que la indigencia, esa sombra tan oscura como a veces silente, se ha extendido al modo de esas lluvias finas que compensan con su persistencia la aparente lentitud de su avance, un país en el que la corrupción ha ido infiltrándose en todos los niveles de la gestión pública.

Leer la prensa supone encontrarse con una multitud de noticias que sólo  invitan a la pesadumbre. En un contexto financiero como el que nos asola, el Día de la Fiesta Nacional tiene que ir más allá de las exhibiciones militares o de las reivindicaciones sobre Gibraltar: debe conducir a plantearnos por qué hay casi 12 millones de compatriotas en riesgo de pobreza o exclusión social, qué hacemos mal para ser el territorio de la Unión Europea en el que más aumentan las diferencias entre ricos y pobres.

El mayor problema de España hoy no reside en los separatismos catalán o vasco, dos concepciones tan respetables como rebatibles en algunos de sus puntos doctrinales, basados en la mentira histórica y la insolidaridad fiscal: el mayor reto de nuestra nación consiste en que nadie pase hambre, en dar techo a quienes carecen de él, en procurar un trabajo con condiciones y salarios cuando menos presentables a quienes los reclaman, en mantener un decente Estado del Bienestar, esa tierra que debiera ser universal.

Los brotes verdes sólo existirán cuando florezcan en el bolsillo de los ciudadanos, no cuando asomen en las cuentas de resultados de las grandes empresas.


El sentimiento de orgullo, felicidad o complacencia por sentirse español es compatible con la percepción de que la primera patria del hombre no es el corazón: es el estómago.

Francisco Lambea
Diario de Cádiz
13 de Octubre de 2013