El próximo viernes se cumplirán diez años del momento en que
las playas de El Puerto y Rota empezaban a recibir los cuerpos de 14 de las al
menos 37 víctimas mortales que seis días antes se había cobrado el naufragio de
una patera en la que más de cincuenta marroquíes llegaron a depositar sus
esperanzas. Trece de esas personas fueron sepultadas tras unas lápidas sin
nombre; el anonimato de sus tumbas se alza hoy como una crudelísima metáfora de
la pobreza: tal era su desposesión, que su marcha de este mundo se produjo sin siquiera
un nombre conocido para quienes intentaban ofrecer un derecho en la muerte a
quienes apenas habían gozado alguno en la vida.
De entre tantos testimonios estremecedores como anteayer publicaba
este periódico, uno se queda especialmente grabado en la memoria. Cuando
Mohamed Aghazzaf habla de la tragedia en la que murió su hermano Slimane, relata
que su madre no come pescado desde entonces porque eso le recuerda el mar, el
espacio donde expiró su hijo con 18 años, el tiempo en el que en nuestro país
se logra la mayoría de edad, un hito que suele avivar ilusiones y proyectos. Desde
este lado de las aguas, en la desarrollada sociedad occidental, contemplamos el
mar como una infinita extensión azul, un privilegio que nos ofrece su humedad
salada, que nos maravilla cada día con la renovada magia de su cromatismo;
desde el otro lado, en África, el angustiado espíritu de una madre lo percibe como un horizonte del que sólo nació
el final.
La especie humana acumula muchos años sobre la tierra y
resulta vergonzosamente paradójico que haya puesto sus ojos en conquistar el
espacio sideral en lugar de preocuparse previamente por establecer un mínimo
orden en su propia casa, una dignidad que hubiese convertido ya el hambre en un
lamentable episodio de la historia.
Las muertes que provocan las pateras, la coyuntura que las
origina y rodea, vuelve a demostrar el conocido aserto que refleja cómo la
realidad supera a la ficción. El mundo no puede hacerse más habitable mirando
hacia otro lado, sino cambiándolo hasta que las pupilas no se dilaten
asombradas por el horror.
Francisco Lambea
Diario de Cádiz
27 de Octubre de 2013