domingo, 18 de septiembre de 2011

EL ORO DE VUELTA

Cuando la crisis pase (si es que alguna vez desaparece del todo, volviendo el reino del alegre gasto público) uno de los emblemas de este tiempo de penurias serán esos rótulos chirriantes en los que alguien, cuya identidad nunca se sabe muy bien, se ofrece, con una disposición aparentemente cortés tras la que late un oportunismo cuando menos antiestético, a comprarnos nuestro oro.


Las tiendas que adquieren el oro se han convertido en una especie de silente confesionario civil en el que hacer acto de contrición o pretéritos excesos o lamentar, tan solo, que la mala fortuna, esa versión azarosa de la injusticia, reproche la mínima concesión que, un día, se hizo al lujo, quizá buscando inspirar una sonrisa que engañase al dolor de una desgracia.


Vender el oro es, a veces, vender la memoria (la del esfuerzo de un abuelo, la de la felicidad de un enamoramiento, la de una fecha que no quiso ser otra fecha como tantas) pero el presente es el tiempo que siempre se impone y sus requerimientos se ensañan con el estandarte de la riqueza.


La crisis, ese concepto que un día nos sorprendió y con el que ya se convive con una naturalidad respiratoria, nació, al parecer, de unas hipotecas norteamericanas y se mantiene avivada por la acción de los mercados, esos agentes económicos ocultos en la rada del anonimato. En su camino, nos permite conocer a nuestros verdaderos amigos (si se mira bien, dicha claridad constituye uno de los más saludables efectos de la recesión) y hasta nos cambia un artículo de la Constitución del 78, un texto tan criticado como fundamental para este país cuyas bondades se glosarán dentro de poco más de siglo y medio si algún banquero patrocinador lo tiene a bien.


Tal vez quienes se acerquen estos días a proponer su oro se consuelen pensando que ni la propia Carta Magna, labrada en el compás de un inmenso sueño colectivo, ha sobrevivido incólume a la crisis, huracán de vientos infinitos que en El Puerto de Santa María tiene ahora metáfora oriunda con la figura del vapor lastrada en el fondo del océano, a la espera de una caritativa rotonda desde la que navegar en las aguas de la ilusión.

Francisco Lambea
Diario de Cádiz
18 de Septiembre de 2010

domingo, 4 de septiembre de 2011

EL ESPÍRITU DEL VAPORCITO

El hundimiento del Adriano III, conocido popularmente como el vaporcito, tras chocar contra el muelle de Cádiz, ha recibido como respuesta un amplio sentir popular para que la motonave vuelva a navegar en la Bahía, sentir recogido de inmediato por la clase política con un variado ímpetu tanto institucional como partidario que para sí quisieran otras cuitas.


La consternación producida por el siniestro resulta plausible, aunque llamativa si se tiene en cuenta el escaso nivel de utilización del barco por parte de unos ciudadanos que, masivamente, lamentan ahora su pérdida.


El hermoso pasodoble de Paco Alba o la pertinaz cartelería turística han hecho más por la difusión del vapor que la preferencia locomotora actual de los residentes en la Bahía, pero, en cualquier caso, y de entre tantas reflexiones como derivan de lo acaecido, prefiero quedarme como la que se me antoja como el espíritu del vaporcito: un sentimiento comprometido para con uno de los iconos de El Puerto de Santa María, una inquietud vertida en las redes sociales y en multitud de conversaciones particulares en homenaje a un navío que luchaba contra el tiempo, asentado en el corazón de quienes, aunque optaran por el transporte terrestre o el catamarán, le sabían entre las olas.


Apagada de momento la sirena del vapor bajo las aguas, asomarse al Guadalete desde el puente de San Alejandro, por ejemplo, supone contemplar al río como huérfano, prólogo triste de un Atlántico enviudado que espera la pronta resurrección de una estampa tan clásica como su propio azul.


El Puerto necesita que sus habitantes interioricen el espíritu mostrado a raíz de este accidente, que cuiden, valoren y difundan las numerosas bondades de la ciudad, ofreciendo una actitud constructiva que mejore sus carencias.


El principal picudo rojo que nos asola no es, con resultar tan dañino, el que ha destruido la figura que infinidad de palmeras esbozaban en nuestras calles: el principal picudo rojo, ese que devasta en una labor aún más silente que la del escarabajo asiático, es el de la indiferencia. El mejor remedio contra ese insecto anímico reside en el espíritu del vaporcito.


Francisco Lambea

Diario de Cádiz

4 de Septiembre de 2011