El pasado lunes, mientras la Plaza Peral acogía un minuto de
silencio en memoria de Adolfo Suárez, pensaba en las vicisitudes por las que
atravesó su trayectoria política y en la tragedia que acabaría rodeando a su
ámbito personal. Pensaba que Suárez se ha alzado como el mejor presidente de la
democracia, entre otras cosas porque, de no haberlo sido, los demás mandatarios
que ahora conocemos quizá no hubiesen accedido al cargo. Mis pensamientos
concluían que realizó la tarea más compleja, la de crear una estructura
democrática en un país acosado por una permanente amenaza golpista, y que en ese
empeño, que obligaba a decisiones difíciles pero necesarias, fue desgastando su
figura, circunstancia acrecentada por las traiciones de algunos
correligionarios, un grupo heterogéneo que se creyó llamado a mejores empresas
pero cuya hoja de servicios se limitaría a libar de las calientes ubres de AP
(PP más tarde) y PSOE.
Sentado en el escaño mientras Tejero y los suyos ametrallaban
el techo del Congreso, cuyas esquirlas caían sobre las espaldas de los
guarecidos diputados, Suárez y su ministro Gutiérrez Mellado ofrecieron una
muestra de valor que hasta estos días, fallecido ya Suárez, no se ha subrayado
lo suficiente y que por sí sola justificaría un respeto especial.
Con todo, mi reflexión principal mientras observaba el suave
ondear de las banderas a media asta era constatar esa ingratitud desidiosa que
acostumbra a caracterizar al pueblo español, que parece requerir la muerte como
requisito previo al despliegue sin complejos de su reconocimiento a quienes lo hubieran
merecido antes de marcharse de este mundo (en las colas ante el féretro de
Suárez, en las loas vertidas en los medios de comunicación, parecía latir una
especie de arrepentimiento colectivo).
Siempre lamentaré, como periodista, no haber vivido en
primera línea aquellos años en los que se forjaba la democracia, en los que,
sin nadie apercibirse entonces, comenzaba a nacer la leyenda del hombre cuyo epitafio
(“La concordia fue posible”) refleja como pocos la virtud del lenguaje para
hacer belleza de la verdad, para hacer justicia del recuerdo.
Francisco Lambea
Diario de Cádiz
30 de Marzo de 2014