MUERTE DE UN MENDIGO
Hace unos días, el cuerpo sin vida de una persona era encontrado en el Parque Calderón, en el interior de una caseta de mampostería. El hombre se había despedido de este mundo en la más estricta intimidad, es decir, absolutamente solo y llevaba muerto varias jornadas. Algunos viandantes que coincidían con él (coincidir suele ser una forma de no conocer) aseguran que llevaba tiempo enfermo y que acostumbraba a pedir limosna en la puerta de entrada de la iglesia del Espíritu Santo.
Poco después, cerca del lugar en el que esta persona expiró, a los 48 años, una edad en la que otros ciudadanos empiezan a someterse a liftings y hacen cálculos sobre una cómoda prejubilación, se desarrollaba un encuentro carnavalesco caracterizado por la gratuidad de productos como el pollo frito, las tortillas de camarones o las patatas aliñadas, una cita lúdica que, seguramente, en las tristes circunstancias que le rodeaban, le habría venido muy bien a G. G. C. (hay personas cuya existencia en la historia parece reducirse a tres letras, lejos de esa hospitalidad papirológica que a otras les brindan las enciclopedias). Una semana más tarde, incluso encima de la tierra donde los ojos de aquel mendigo se habían detenido por última vez en el fluir de las aguas del Guadalete, una nutrida aglomeración reía y cantaba de nuevo bajo disfraces que ocultaban su identidad (el protagonista de esta columna no se ocultaba con disfraz alguno, pero de poco le valía, porque casi nadie parecía identificarle).
Nuestro discurrir se sucede de una forma tan apresurada, vertiginosa a veces en su propia monotonía, que no acertamos a reparar en esas tragedias, solapadas o silenciosas, que laten a nuestro alrededor, donde también hay seres que sufren, aunque oficialmente no haya declarada una guerra ni pertenezcamos a lo que se denomina Tercer Mundo, esa vergüenza para el primero y el segundo. Me acerco al lugar donde G. G. C., apodado al parecer Yiyi, dijo adiós sin testigos a las pequeñas barcas y son numerosas las reflexiones que me asaltan y culpabilizan, haciéndome sentir innoble por tanto como nos quejamos por problemas triviales quienes no vemos las estrellas bajo el techo de una caseta de mampostería.
Poco después, cerca del lugar en el que esta persona expiró, a los 48 años, una edad en la que otros ciudadanos empiezan a someterse a liftings y hacen cálculos sobre una cómoda prejubilación, se desarrollaba un encuentro carnavalesco caracterizado por la gratuidad de productos como el pollo frito, las tortillas de camarones o las patatas aliñadas, una cita lúdica que, seguramente, en las tristes circunstancias que le rodeaban, le habría venido muy bien a G. G. C. (hay personas cuya existencia en la historia parece reducirse a tres letras, lejos de esa hospitalidad papirológica que a otras les brindan las enciclopedias). Una semana más tarde, incluso encima de la tierra donde los ojos de aquel mendigo se habían detenido por última vez en el fluir de las aguas del Guadalete, una nutrida aglomeración reía y cantaba de nuevo bajo disfraces que ocultaban su identidad (el protagonista de esta columna no se ocultaba con disfraz alguno, pero de poco le valía, porque casi nadie parecía identificarle).
Nuestro discurrir se sucede de una forma tan apresurada, vertiginosa a veces en su propia monotonía, que no acertamos a reparar en esas tragedias, solapadas o silenciosas, que laten a nuestro alrededor, donde también hay seres que sufren, aunque oficialmente no haya declarada una guerra ni pertenezcamos a lo que se denomina Tercer Mundo, esa vergüenza para el primero y el segundo. Me acerco al lugar donde G. G. C., apodado al parecer Yiyi, dijo adiós sin testigos a las pequeñas barcas y son numerosas las reflexiones que me asaltan y culpabilizan, haciéndome sentir innoble por tanto como nos quejamos por problemas triviales quienes no vemos las estrellas bajo el techo de una caseta de mampostería.
Francisco Lambea
Diario de Cádiz
Diario de Cádiz
5 de Marzo de 2.009
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