LA BANDERA
Asistí el pasado domingo 12 al homenaje celebrado a la bandera en el Día de la Fiesta Nacional y me sorprendió la ausencia de representantes de hasta cuatro formaciones políticas (PSOE, IP, IU y PA) a la cita convocada por el Ayuntamiento, en la que sí estaban varios ediles del PP, encabezados por el alcalde, Enrique Moresco y el concejal oficialmente no adscrito (en realidad, adscrito a sí mismo) Fernando Gago.
Una de las cosas que no puedo entender de este bendito país es ese desapego, cuando no directamente hostilidad, que desde algunos ámbitos se manifiesta (en ocasiones con notable hipocresía) para con la bandera española, que no deja de ser un emblema plenamente democrático que une a todos los que se consideran españoles (si algunos nacidos en el territorio patrio, residentes habituales en el mismo y con árbol genealógico nativo sufren crisis de identidad y se sienten finlandeses o paraguayos alguna que otra veleidosa tarde debe ser ya otra cuestión). Una parte significativa de la intelectualidad progreguay ha venido azuzando a la bandera como si ella tuviese la culpa de que el país sufriese una dictadura o como si las fronteras fuesen un mal en sí mismo, cuando, utopías aparte que, de cumplirse, podrían ser espléndidas, lo cierto es que los límites territoriales aportan significativas ventajas, como vivir en un país libre en el que las mujeres no pasean con un burka por la calle ni se gasea a nadie por manifestar pensamientos distintos del gobernante. Aquí, en España, hemos vivido debates tan gloriosos como el tamaño de la bandera instalada en la Plaza Colón cuando gobernaba el PP (después, con Zapatero, que ha seguido homenajeando a la insignia y asistiendo a los desfiles militares, el progreguaísmo prefirió refugiarse en el silencio y abandonar las ironías, mostrando una vez más su habitual coherencia y criterio independiente). Deberíamos, como las naciones de nuestro entorno (Estados Unidos, Gran Bretaña, Francia, Italia…) ser más afectuosos con nuestra bandera: nos iría algo mejor y no se caería en la paradoja de blandirla cuando triunfa la selección española de fútbol y mirar después para otro lado, obedeciendo a no se sabe qué estúpidos complejos.
Una de las cosas que no puedo entender de este bendito país es ese desapego, cuando no directamente hostilidad, que desde algunos ámbitos se manifiesta (en ocasiones con notable hipocresía) para con la bandera española, que no deja de ser un emblema plenamente democrático que une a todos los que se consideran españoles (si algunos nacidos en el territorio patrio, residentes habituales en el mismo y con árbol genealógico nativo sufren crisis de identidad y se sienten finlandeses o paraguayos alguna que otra veleidosa tarde debe ser ya otra cuestión). Una parte significativa de la intelectualidad progreguay ha venido azuzando a la bandera como si ella tuviese la culpa de que el país sufriese una dictadura o como si las fronteras fuesen un mal en sí mismo, cuando, utopías aparte que, de cumplirse, podrían ser espléndidas, lo cierto es que los límites territoriales aportan significativas ventajas, como vivir en un país libre en el que las mujeres no pasean con un burka por la calle ni se gasea a nadie por manifestar pensamientos distintos del gobernante. Aquí, en España, hemos vivido debates tan gloriosos como el tamaño de la bandera instalada en la Plaza Colón cuando gobernaba el PP (después, con Zapatero, que ha seguido homenajeando a la insignia y asistiendo a los desfiles militares, el progreguaísmo prefirió refugiarse en el silencio y abandonar las ironías, mostrando una vez más su habitual coherencia y criterio independiente). Deberíamos, como las naciones de nuestro entorno (Estados Unidos, Gran Bretaña, Francia, Italia…) ser más afectuosos con nuestra bandera: nos iría algo mejor y no se caería en la paradoja de blandirla cuando triunfa la selección española de fútbol y mirar después para otro lado, obedeciendo a no se sabe qué estúpidos complejos.
Francisco Lambea
Diario de Cádiz
23 de Octubre de 2.008
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