EL ESPEJO NACIONAL


Las elecciones generales del pasado 20 de Diciembre, en consonancia con el momento en que se celebraban, han deparado un surtido navideño congresual, una heterogénea orografía que se torna más escarpada en un país frentista como el nuestro, acostumbrado taxonómicamente a un maniqueísmo tan primario que llega a mostrar como irreconciliables posturas que, si se examinan con frialdad, no son a veces tan distantes.

En mi opinión, habrá elecciones en pocos meses. El acuerdo más factible, si se atiende a los programas y a las obvias concesiones derivables, que abarcaría a PP y PSOE, no se producirá al suponer un suicidio político para los socialistas que entregaría la hegemonía de la izquierda a Podemos en la siguiente cita con las urnas.

La coyuntura de un entendimiento entre PSOE, Podemos, IU y siglas independentistas no resulta viable para el socialismo mientras se esgrima el principio de autodeterminación, que parece capital para los recién llegados, ganadores en País Vasco y Cataluña y en cuyas siglas conviven socios poco amorosos con la bandera nacional. En la primacía a efectos de pacto que Podemos otorga a ese principio sobre las políticas sociales (orden de valores no muy comprensible en una formación de izquierdas y que a Pablo Iglesias le costará defender en otras latitudes del Estado) se muestra, como bien analiza la presidenta de la Junta de Andalucía, Susana Díaz, que Podemos no quiere negociar (evidenciándose al tiempo el peso de las formaciones coaligadas con el denominado populismo).

Y es que en este panorama demoledor para las matemáticas el partido de Iglesias es el que más eficazmente viene moviéndose para sus propios intereses, al sentirse favorecido por los acontecimientos presentes y presumibles futuros. Ante un PP noqueado por la pírrica victoria (no debería sorprenderle tanto pero en virtud de una extraña ley de la física todo partido regidor alimenta unos cálculos electorales que superan en generosidad a los que acaban por rubricar sus regidos), un Ciudadanos con la iniciativa mermada por un éxito menor al esperado (los políticos no son sólo presos de sus palabras, también de sus ambiciones), un PSOE con el peor porcentaje de voto de su historia en pleno proceso de cocción por las diferencias que inspiran los movimientos de su secretario general (en el andén a la espera de que le concedan subir al que enjuicia único tren presidenciable que pasará en su vida) y una IU que acaba de asistir a la pérdida de una oportunidad histórica y a la que le resta el consuelo biológico de seguir existiendo, Podemos sueña con unas elecciones que la ubiquen, al fin, como el principal partido de la izquierda. 

Es el paraíso de Iglesias, el único de los cuatro grandes líderes que aún sigue en campaña, el que asiste a la estupefacción que atenaza al PP y la confusión que embarga a Ciudadanos, el que paladea la rebelión de las baronías ante Pedro Sánchez, el que ya ni mira por encima del hombro a Garzón porque lo ha sumido en la irrelevancia: unos comicios en los que el voto se polarice en PP y Podemos que acaben permitiendo a los círculos (tan concéntricos que se metaforizarían en corona sobre la cabeza del líder) celebrar el triunfo de quien ha protagonizado el sorpasso sobre un partido acosado por luchas de poder e identidad, extinguiendo además a quienes un día (pobres ilusos) aspiraron a lograrlo. Erigido en faro de la izquierda, un Podemos quizá segunda fuerza nacional y distante de la mayoría absoluta, pero con margen de maniobra, dispondría, en el edén epistemológico de Iglesias, de posibilidades de formar gobierno, buscándose, desde la atalaya del poder, el modo de apaciguar las voces críticas derivadas de su obvia diversidad interna.

Los números que emanan de la pasada convocatoria electoral han deparado una suerte de España interina: bien mirados, exponen fielmente la situación de muchos compatriotas, interinos ante el diseño de su propio futuro. En el Congreso no salen las cuentas porque a un importante número de españoles tampoco les salen en su vida cotidiana. Un país en el que han crecido las desigualdades como en pocas naciones europeas en estos años de maldita crisis, una nación donde se han generado grupos de personas cada vez más inconexas (unos en su zona de confort, otros temiendo perderla, otros habiéndola convertido casi en un imposible, unos sintiéndose españoles, otros sintiéndose otra cosa, otros sintiéndose ni ellos mismos saben muy bien qué) ha trasladado esa divergencia hasta el espejo de su Cámara Baja: el lugar, simplemente, donde tocaba reflejarla.

Francisco Lambea
HOY
29 de Diciembre de 2015



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