EL ORO DE VUELTA

Cuando la crisis pase (si es que alguna vez desaparece del todo, volviendo el reino del alegre gasto público) uno de los emblemas de este tiempo de penurias serán esos rótulos chirriantes en los que alguien, cuya identidad nunca se sabe muy bien, se ofrece, con una disposición aparentemente cortés tras la que late un oportunismo cuando menos antiestético, a comprarnos nuestro oro.


Las tiendas que adquieren el oro se han convertido en una especie de silente confesionario civil en el que hacer acto de contrición o pretéritos excesos o lamentar, tan solo, que la mala fortuna, esa versión azarosa de la injusticia, reproche la mínima concesión que, un día, se hizo al lujo, quizá buscando inspirar una sonrisa que engañase al dolor de una desgracia.


Vender el oro es, a veces, vender la memoria (la del esfuerzo de un abuelo, la de la felicidad de un enamoramiento, la de una fecha que no quiso ser otra fecha como tantas) pero el presente es el tiempo que siempre se impone y sus requerimientos se ensañan con el estandarte de la riqueza.


La crisis, ese concepto que un día nos sorprendió y con el que ya se convive con una naturalidad respiratoria, nació, al parecer, de unas hipotecas norteamericanas y se mantiene avivada por la acción de los mercados, esos agentes económicos ocultos en la rada del anonimato. En su camino, nos permite conocer a nuestros verdaderos amigos (si se mira bien, dicha claridad constituye uno de los más saludables efectos de la recesión) y hasta nos cambia un artículo de la Constitución del 78, un texto tan criticado como fundamental para este país cuyas bondades se glosarán dentro de poco más de siglo y medio si algún banquero patrocinador lo tiene a bien.


Tal vez quienes se acerquen estos días a proponer su oro se consuelen pensando que ni la propia Carta Magna, labrada en el compás de un inmenso sueño colectivo, ha sobrevivido incólume a la crisis, huracán de vientos infinitos que en El Puerto de Santa María tiene ahora metáfora oriunda con la figura del vapor lastrada en el fondo del océano, a la espera de una caritativa rotonda desde la que navegar en las aguas de la ilusión.

Francisco Lambea
Diario de Cádiz
18 de Septiembre de 2010

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